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EL ARTE DE NEGARLO TODO

 



En política, se cumple siempre la ley de Murphy: si algo puede corromperse, se corromperá.


Sigo viendo y escuchando las mismas noticias de siempre. Llevan treinta años ahí, desde que empecé a prestar atención. Fue con el caso Naseiro, que viví de cerca. La misma historia de siempre: un político, de esos que visten trajes caros y sonríen en los carteles de campaña, negando cualquier implicación en un escándalo de corrupción. Niegan con la firmeza de quien sabe cómo mirar directo a la cámara, mientras los papeles y las pruebas siguen apareciendo como moscas en un verano caluroso.

No sé qué me molesta más: si la indiferencia con la que lo dicen, como si realmente creyeran que todos somos unos tontos, o el hecho de que, en el fondo, algo en mí ya no se sorprende. "Yo no tengo nada que ver con esto", escucho decir a José Luis Ábalos o a su asesor Koldo García, ambos muy ofendidos. Y entonces me doy cuenta de algo. Es el mismo discurso que llevo escuchando en otros casos, con otras caras, otros nombres, en otras épocas. Siempre la misma canción.

La negación. Eso era. El manual de operaciones. Negarlo todo. Decir que es una mentira, una conspiración, una vendetta política. Y a veces, con suerte, esperar que la gente se aburra o que el escándalo pierda fuerza. Porque tarde o temprano algo nuevo acaparará los titulares, y la memoria de la gente es corta. Eso es lo que apuestan, ¿no? Que nos olvidemos.

Cuando escucho ese discurso, me acuerdo de un caso de hace años. Fue en 1981, creo. Detuvimos, un compañero y yo, a un tipo que sabíamos que se dedicaba a robar en pisos. Lo paramos cuando iba en su coche. Al informarle del motivo de su detención, lo negó todo. Negó cualquier actividad delictiva, y mucho menos dedicarse a robar en pisos. Registramos el coche, con él presente. Recuerdo que levantamos las alfombrillas del asiento del conductor y ahí estaban: ganzúas, destornilladores, llaves. Herramientas de trabajo, por así decirlo. No se inmutó. Solo soltó: “Anda, ¿y eso qué hace ahí? Eso no es mío”.

Esa misma actitud —esa insistencia absurda— es lo que veo en los políticos cuando están acorralados. La diferencia es que ellos tienen un escenario más grande, cámaras, micrófonos, y gente que, en el fondo, todavía quiere creerles. No es que aquel delincuente y un político sean iguales. Claro, hay niveles. El primero robaba en pisos, y el segundo roba la confianza de todo un país. Pero la actitud es la misma. Negarlo todo, porque admitirlo sería demasiado. Porque si lo admites, ya no hay marcha atrás.

Con el tiempo, me he dado cuenta de que esa negación no es una reacción espontánea. No es que se despierten un día y decidan decir: “No fui yo”. Es más complicado. Es casi una ciencia, una estrategia. El político lo sabe, su equipo lo sabe, hasta sus abogados lo saben. Repite la mentira con suficiente convicción y habrá quien dude. Porque, después de todo, las dudas son contagiosas.

Es como cuando un niño dice que no se comió la galleta, aunque tiene migas en las comisuras de los labios. Niega, niega, niega. Y si lo hace con suficiente firmeza, puede que hasta tú te preguntes si acaso no viste mal. Con los políticos pasa igual. La negación no es para convencerte de inmediato. Es para sembrar la duda. Una pequeña semilla que, si le das tiempo, crece hasta convertirse en un árbol tan grande que tapa la verdad.

Recuerdo haber leído algo sobre esto en un libro viejo. Decía que Goebbels, el hombre de la propaganda nazi, creía que si repetías una mentira lo suficiente, la gente empezaría a tomarla como verdad. No podía sacarme de la cabeza cómo una mentira, repetida con la suficiente convicción, puede crecer hasta eclipsar por completo a la verdad.

Pero no es solo una cuestión de sembrar dudas. También es una táctica para ganar tiempo. Porque el tiempo lo cambia todo. Un escándalo que hoy está en primera plana, mañana es una nota al pie. La gente tiene su propia vida, sus propios problemas, y no puede cargar con cada corrupción, cada trampa, cada robo. Así que el político, el empresario, el acusado, todos ellos lo saben. Niegan y esperan.

Lo peor de todo es que esta táctica, muchas veces, funciona. No siempre, claro. Nixon, por ejemplo, negó y negó durante el escándalo de Watergate. “Yo no soy un ladrón”, dijo. Pero las pruebas lo alcanzaron. A otros no les va tan mal. Algunos se esconden detrás de tecnicismos legales, detrás de vacíos en las leyes, o simplemente detrás de la lentitud del sistema judicial.

En un caso reciente, aquí en España, se filtraron audios, documentos, hasta fotos. Y aun así, el político negó todo. “Es un montaje”, decía, casi indignado. Sus seguidores lo aplaudían, lo defendían. Hasta insultaban a los periodistas que publicaban las investigaciones. Y entonces la pregunta es: ¿qué lleva a alguien a defender lo indefendible?

Posiblemente el problema no sean ellos. Tal vez somos nosotros. Nosotros, los que dejamos que nos mientan. Los que los miramos a la cara mientras aseguran que no están robando, cuando lo hacen frente a nuestras narices. Y no quiero parecer pesimista, porque sigo creyendo que no todos somos iguales. No todos robamos, ni todos mentimos. Pero a veces parece que nos hemos acostumbrado. Que lo hemos normalizado.

Quizás eso es lo que buscan. Que nos cansemos, que nos aburramos, que sigamos adelante. Mientras tanto, ellos siguen ahí. Negando, acumulando poder, desvalijando, siempre un paso adelante.

Negar. Es lo que hacen. Políticos, empresarios, delincuentes de cuello blanco. Niegan con firmeza, aunque las pruebas estén ahí, a la vista. Ganan tiempo. Protegen su imagen. A veces les funciona.

Pero esto tiene un precio. La gente deja de confiar. Las instituciones se desgastan. La corrupción se convierte en parte del paisaje. En los casos de Ábalos, Koldo o Begoña Gómez, la historia es la misma: lo niegan todo, atacan a los que los acusan, esperan que el tiempo lo borre todo.

Hace falta algo más fuerte: juicios claros, pruebas limpias, medios que no se vendan. También hace falta que la gente no olvide tan rápido. Porque si dejamos que sigan mintiendo, que sigan negando, nunca habrá justicia. Nunca.

La taza de café estaba vacía. Las noticias seguían. Otro caso, otro político, otra negación. Hoy Ábalos, Koldo, Begoña. Mañana, quién sabe.


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