Si eliges una sola verdad y la persigues ciegamente, la conviertes en mentira. Y a ti, en fanático.
Ryszard Kapuściński
Era mediodía y el calor se sentía espeso en el aire. La camioneta del partido avanzaba por el barrio como si fuera su dueño. Tocaban la bocina, repartían papeles, bolsas con comida, tal vez algún vale. Todos sabían lo que significaba. No era un gesto de caridad ni algo casual. Era una transacción. Un contrato que no hacía falta firmar: "Esto es para ti. Pero cuando llegue el día, acuérdate de nosotros".
Así funciona el clientelismo. Un intercambio. Favores por votos. Pero cuando lo hacen partidos progresistas, los mismos que predican igualdad, justicia social y dignidad, algo se rompe. Suena a contradicción. Suena a hipocresía.
El problema no es solo que el clientelismo contradiga esos valores. Es que perpetúa todo aquello que los progresistas dicen querer cambiar: la pobreza, la desigualdad, la dependencia. ¿Cómo se puede liberar a alguien si lo mantienes atado? ¿Cómo se puede hablar de derechos si los disfrazas de regalos?
El clientelismo progresista no funciona con discursos. Funciona con necesidades. Una red de favores que conecta a los votantes, los intermediarios (los que reparten los favores) y los políticos. Los votantes, generalmente pobres, aceptan porque no tienen otra opción. Los intermediarios hacen su trabajo: llevar los recursos donde más duele la carencia. Y los políticos, en lo alto de la pirámide, consolidan su poder.
Esto no es algo exclusivo de un país o un partido. Pero cuando lo usan los progresistas, que deberían estar del lado de los más vulnerables, la ironía es casi cruel. Prometen justicia, pero entregan dependencia. Hablan de igualdad, pero refuerzan jerarquías. Los recursos que podrían ir a escuelas, empleos dignos o infraestructuras terminan convertidos en bolsas de comida y empleos precarios, moneda de cambio en esta economía política del día a día.
Y los votantes lo aceptan. Porque tienen hambre, porque están cansados, porque no saben si mañana habrá algo mejor. No hay tiempo para pensar en el largo plazo cuando el presente te aplasta.
Los defensores de estas prácticas dicen que el clientelismo redistribuye riqueza. Que al menos, de esta forma, los recursos llegan a los que más los necesitan. Pero, ¿es esto verdad? No del todo.
Primero, porque perpetúa la idea de que esos beneficios son un favor, algo que se debe agradecer. No un derecho. Y así se perpetúa la dependencia. Los beneficiarios no se empoderan. Solo sobreviven, mientras los partidos aseguran lealtades.
Segundo, porque no se invierte en soluciones duraderas. Se distribuyen parches. Un vale de comida no es lo mismo que acceso a un empleo digno. Un subsidio no es lo mismo que una educación de calidad. Es más barato comprar votos que construir un futuro.
Tercero, porque degrada la política misma. Los partidos progresistas, que deberían ser un ejemplo de ética, terminan perdiendo credibilidad. Los votantes se cansan. La democracia se desgasta.
¿Por qué el clientelismo funciona tan bien en los partidos progresistas? Hay varias razones, pero todas tienen algo en común: atacan donde más débil está el sistema.
La pobreza: Cuando la gente no tiene nada, cualquier cosa parece mucho. El clientelismo es una solución fácil en el corto plazo, pero no resuelve el problema de fondo. Solo lo aplaza.
La debilidad institucional: Si las instituciones no son fuertes, los recursos públicos pueden manejarse como un botín. Sin rendición de cuentas, el clientelismo florece.
El paternalismo: En muchos lugares, los políticos son vistos como salvadores, no como servidores públicos. Los votantes esperan favores, no soluciones. Y los partidos progresistas, lejos de romper con esta tradición, la usan.
La falta de educación cívica: Sin educación, muchos no ven el clientelismo como un problema. Ven la bolsa de comida y agradecen. No se preguntan a qué precio.
El clientelismo no es un problema menor. Afecta a todo el sistema.
Primero, degrada la democracia. El voto deja de ser una decisión libre para convertirse en una obligación. Los partidos no compiten con ideas, sino con regalos. Las elecciones, en lugar de ser un momento de cambio, se vuelven un mercado.
Segundo, perpetúa la pobreza. Los recursos no se usan para construir un futuro, sino para garantizar el presente. Y así, el ciclo continúa.
Tercero, alimenta la corrupción. Los intermediarios, los favores, los contratos a dedo. Todo esto debilita las instituciones, las mismas que deberían proteger a los ciudadanos.
Los partidos progresistas, al usar estas prácticas, se traicionan a sí mismos. Se convierten en lo que dicen combatir. Un ejemplo son figuras como Irene Montero o Ada Colau, cuya ascensión al poder no siempre ha estado basada en méritos, sino en lealtades.
Pero no todo está perdido. Hay ejemplos de países que han roto con estas dinámicas. Uruguay, Suecia, Corea del Sur. Lugares donde la transparencia, la educación cívica y las políticas universales han logrado reducir el clientelismo. Lugares donde los derechos son derechos, no favores.
Conclusión
El clientelismo no es solo una herramienta política. Es un síntoma. Una prueba de que algo no está bien en el sistema. Los partidos progresistas tienen que elegir. Pueden seguir repartiendo bolsas de comida y asegurando votos, o pueden invertir en un cambio real.
La pregunta es si tendrán el valor de hacerlo. O si seguirán tocando la bocina en barrios pobres, repartiendo favores y esperando que nadie mire demasiado de cerca.
[1] https://recyt.fecyt.es/index.php/res/article/view/73094/62933
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