La ciencia que se aparta de la justicia, mas que ciencia debe llamarse astucia.
Cicerón
La censura es una de las herramientas más antiguas y efectivas para el control social y político. A lo largo de la historia, los regímenes autoritarios han utilizado la represión de ideas como un medio para consolidar su poder. En la actualidad, sin embargo, esta práctica ha adoptado un rostro más sutil, envuelto en un discurso progresista que, bajo la premisa de la justicia social, busca restringir la libertad de expresión y silenciar a quienes investigan y revelan escándalos, corrupción o malas prácticas políticas.
Este fenómeno, lejos de ser exclusivo de un sector ideológico, adquiere especial relevancia cuando las mismas fuerzas que abogan por la inclusión y la diversidad recurren a la censura como arma política.
En el contexto español, esta dinámica se refleja con particular claridad en la gestión del presidente Pedro Sánchez y en los intentos de minimizar o incluso ocultar las controversias relacionadas con su figura, su entorno familiar y otros actores políticos de la izquierda. Este ensayo analiza cómo la censura, disfrazada de progreso, erosiona los pilares de la democracia, examinando casos concretos y reflexionando sobre sus implicaciones para la sociedad.
El progresismo, entendido como una corriente política y cultural que busca la igualdad y la justicia social, ha sido históricamente una fuerza transformadora en la lucha contra la opresión. Sin embargo, su actual deriva hacia la censura plantea una contradicción. Por un lado, se enarbola la bandera de la libertad, la diversidad y los derechos humanos; por otro, se imponen restricciones que limitan precisamente esas libertades. En este contexto, las leyes y políticas promovidas por gobiernos autodenominados progresistas a menudo persiguen objetivos loables, como combatir el odio o garantizar la igualdad, pero en la práctica se convierten en instrumentos para silenciar críticas legítimas y controlar la narrativa pública.
Un ejemplo claro es el uso de normativas que, bajo el pretexto de proteger la privacidad o evitar la desinformación, dificultan la labor de periodistas y medios de comunicación. Estas leyes, votadas por mayorías parlamentarias que afirman representar la voluntad popular, terminan favoreciendo a quienes ostentan el poder, especialmente cuando las investigaciones apuntan a irregularidades o escándalos en su gestión. En el caso de España, los intentos de acallar información sobre Pedro Sánchez y su entorno ilustran esta tendencia, dejando en evidencia cómo el progresismo puede convertirse en una herramienta para perpetuar estructuras de poder opacas.
El presidente Pedro Sánchez y su administración han sido objeto de diversas investigaciones periodísticas que han revelado posibles conflictos de interés y prácticas cuestionables. Entre los temas más controvertidos destacan las acusaciones de nepotismo, las actividades empresariales de su hermano y los posibles beneficios derivados de contratos públicos. Estos asuntos, que en cualquier democracia consolidada serían objeto de un escrutinio riguroso, han sido tratados con una sorprendente indulgencia por parte de ciertos sectores mediáticos y políticos.
Además, la figura de Begoña Gómez, esposa del presidente, ha estado en el centro de polémicas relacionadas con su trayectoria profesional y su relación con organismos públicos. En lugar de permitir un debate abierto sobre estos temas, la respuesta ha sido la estigmatización de quienes los investigan o critican, etiquetándolos como enemigos de la democracia o promotores de fake news. Este enfoque no solo busca desacreditar a los críticos, sino también disuadir a otros de seguir investigando, generando un clima de autocensura.
Una característica recurrente en la gestión política progresista es la disparidad con la que se juzgan los casos de corrupción según la afiliación ideológica de los implicados. Mientras que los escándalos relacionados con partidos de derecha reciben una cobertura exhaustiva y un juicio público severo, los casos que involucran a figuras de la izquierda suelen ser minimizados o desestimados como ataques infundados de la oposición.
Un ejemplo paradigmático es el tratamiento mediático de las acusaciones contra Unidas Podemos, socio de gobierno de Pedro Sánchez, en temas como la financiación irregular o el uso de fondos públicos para fines partidistas. En lugar de garantizar una investigación transparente, las instituciones y los medios afines al gobierno tienden a restar importancia a estos hechos, desviando la atención hacia otras cuestiones o tachando las críticas de conspiraciones.
Además de los intentos por controlar la narrativa política actual, el progresismo ha emprendido una cruzada por reinterpretar el pasado desde una perspectiva ideológica. Como señala Antonio Muñoz Molina en su artículo “La Policía del Pasado”, esta reescritura busca rectificar las injusticias históricas, pero corre el riesgo de distorsionar la verdad en favor de agendas contemporáneas. Este enfoque se manifiesta en políticas culturales que promueven una representación inclusiva en obras artísticas y literarias, a menudo sacrificando la fidelidad histórica.
Aunque el objetivo de dar visibilidad a grupos marginados es legítimo, imponer una única visión del pasado equivale a censurar las interpretaciones alternativas y limita la capacidad de la sociedad para aprender de su historia en toda su complejidad. Este revisionismo histórico no solo afecta la percepción del pasado, sino que también condiciona el presente, al legitimar prácticas de censura bajo la apariencia de corrección política.
La censura progresista tiene consecuencias profundas para la libertad de expresión y la pluralidad de ideas. Al estigmatizar las voces disidentes, se crea un entorno en el que el debate se reduce a una confrontación entre la visión oficial y los “enemigos del progreso”. Este clima de polarización dificulta la posibilidad de encontrar puntos en común y fomenta la fragmentación social.
Además, la vigilancia constante sobre las opiniones públicas y privadas genera un efecto disuasorio, especialmente en el ámbito periodístico. Los profesionales de la comunicación enfrentan no solo la amenaza de represalias legales, sino también el riesgo de ser excluidos del ámbito profesional por expresar opiniones que se desvíen de la narrativa dominante. Este fenómeno, conocido como “cultura de la cancelación”, constituye una forma de censura particularmente insidiosa, ya que no solo silencia a los críticos, sino que también disuade a otros de expresar opiniones divergentes.
El filósofo y político romano Marco Tulio Cicerón advertía que “la ciencia que se aparta de la justicia, más que ciencia debe llamarse astucia”. Esta afirmación, aunque pronunciada hace más de dos mil años, tiene una vigencia inquietante en el contexto actual. La censura progresista, presentada como una herramienta para promover la justicia y la igualdad, es en realidad una forma de astucia política que busca consolidar el poder mediante el control de la narrativa.
Frente a esta realidad, es esencial defender la libertad de expresión como un pilar fundamental de la democracia. Esto implica no solo proteger el derecho de los ciudadanos a expresar sus opiniones, sino también garantizar que los medios de comunicación puedan investigar y denunciar sin temor a represalias. Solo a través de un debate abierto y pluralista será posible construir una sociedad verdaderamente inclusiva y justa, en la que la verdad prevalezca sobre la manipulación y la censura.
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