"El socialismo no puede ser una promesa vacía; cuando se convierte en un sistema de privilegios para unos pocos, ya no es un ideal, sino un lastre."
El comunismo, el socialismo, el marxismo-leninismo. Incluso el progresismo moderno. Todos nacieron con la promesa de un mundo mejor. Igualdad. Justicia social. Un futuro diferente. Pero la historia cuenta otra cosa. Esos ideales fueron traicionados. Una y otra vez.
La ambición de poder. La corrupción. Siempre aparecen. Bajo la fachada de igualdad, estos movimientos implantaron gobiernos que oprimían. La tiranía no es exclusiva de ninguna ideología.La lección es simple. Si concentras el poder en unas pocas manos, da igual quién lo tenga o lo que prometa. Las injusticias regresan. La única defensa es proteger la libertad, la pluralidad, los derechos individuales. Sin eso, no hay justicia. Solo opresión con otro nombre.
Desde el principio, las ideologías de izquierda prometieron un mundo más justo. El comunismo, el socialismo, el progresismo... todas dicen lo mismo: luchar contra el capitalismo, defender a los oprimidos. Pero en la práctica, muchas veces estas ideas se desvian. Lo que construyen no es justicia, sino nuevas formas de control. Bajo una máscara de igualdad, se oculta la opresión.
Todo empezó con promesas. Marx y Engels, en El Manifiesto Comunista, soñaron con una sociedad sin clases. Querían destruir la explotación del capitalismo. Los socialistas utópicos, como Saint-Simon o Fourier, hablaban de cambios pacíficos. Pero las promesas se convirtieron en otra cosa. Muy pronto, las ideas se transformaron en herramientas de dominación. Lo que se dijo que era para el pueblo acabó sirviendo para controlar al pueblo.
En 1917, Lenin llegó al poder en Rusia. Prometió liberar a los trabajadores. Pero lo que trajo fue un sistema autoritario. Dijo que era necesario. Dijo que era por el bien de la revolución. Pero cerró periódicos, eliminó opositores y concentró el poder en el Partido Comunista. Luego vino Stalin. Y lo llevó más lejos. Campos de trabajo, censura, miedo.
La igualdad que prometieron nunca llegó. En su lugar, surgió una nueva clase dirigente: la nomenklatura. Vivían mejor que los demás. Tenían privilegios. Mientras tanto, el resto sobrevivía como podía. Hablar en contra era peligroso. Callarse era la norma.
Con el tiempo, las ideas evolucionaron. Después de la Segunda Guerra Mundial, el socialismo democrático tomó otro camino en Europa. Encontró un equilibrio entre la economía de mercado y las políticas sociales. Mejoró la vida de muchas personas. Pero en otras partes del mundo, especialmente en América Latina, el marxismo-leninismo siguió vivo. Cuba. Nicaragua. Venezuela. Los líderes hablaban de igualdad mientras consolidaban regímenes autoritarios. Decían que el poder era necesario para proteger la revolución. Pero lo que hicieron fue limitar derechos y crear nuevas desigualdades.
Hoy, el progresismo es la nueva versión de esas ideas. Parece más moderno, más inclusivo. Habla de derechos civiles, justicia climática, igualdad de género. Se presenta como algo distinto. Pero algunas cosas no han cambiado. Frecuentemente, hay intolerancia hacia quien no está de acuerdo. A menudo, hay una tendencia a imponer una única forma de pensar.
Un ejemplo claro es la corrección política. Al principio, buscaba algo bueno: respeto, inclusión. Pero pronto se convirtió en una herramienta para silenciar. En nombre de la justicia social, se imponen restricciones a la libertad de expresión. Quien disiente es cancelado. Las redes sociales, que deberían ser espacios de diálogo, se usan para castigar a quienes piensan distinto.
No es una dictadura tradicional. No hay cárceles ni gulags. Pero el control ideológico está ahí. Las voces que no encajan son apartadas. El miedo a hablar es real.
¿Por qué pasa esto? Porque siempre es lo mismo. Dicen que quieren justicia. Que quieren igualdad. Pero en el camino concentran el poder. Y cuando eso ocurre, todo lo demás se pierde. El sistema se convierte en una máquina que oprime, no importa el nombre que tenga o las intenciones con las que empezó.
Lenin, Stalin, Mao. Dijeron que trabajaban por el proletariado. Pero lo que hicieron fue controlar, reprimir, destruir. Hablaron de sacrificios necesarios. Pero esos sacrificios siempre los pagaron otros.
El progresismo no tiene campos de trabajo. Pero su control se siente en otros lugares: en la cultura, en los medios, en la educación. Imponen una visión única. Y quien no esté de acuerdo, queda fuera.
La historia nos dice algo claro. Prometer igualdad no es suficiente. Sin libertad, sin pluralidad, las promesas se convierten en opresión. No importa si la bandera es roja o verde. No importa si se habla de justicia o progreso. Si el poder se concentra, el resultado siempre es el mismo.
Prometieron un mundo mejor. Pero una y otra vez, la historia termina igual.
No hay comentarios:
Publicar un comentario