PASO DEL TIEMPO

 



La Evolución



El año era 1976. Tenía poco más de veinticinco años y estaba destinado en Pamplona cuando surgió una convocatoria singular: se buscaban funcionarios con aptitudes para un incipiente servicio de informática dentro del Cuerpo General de Policía. Me presenté en San Sebastián para realizar las pruebas. No las superé, o más exactamente, otros obtuvieron mejor puntuación. Eran pocas plazas y muchos candidatos. Regresé a mi unidad frustrado, pero con una idea nueva. Aquel mundo, todavía ajeno para la mayoría, me había capturado.

Cinco años después, en Valencia, recibí una propuesta para integrarme como subdelegado en el servicio informático policial y acepté el puesto. Comencé a trabajar frente a una terminal gris con letras verdes fosforescentes, tras asistir a sesiones formativas sobre el sistema Siemens bajo BS1000. Durante dos años me ocupé de tareas relacionadas con servidores, protocolos y jerarquías de acceso. Finalmente decidí dejar el cargo por falta de reconocimiento profesional, aunque continué vinculado al ámbito tecnológico como usuario activo.

Recuerdo el primer ordenador personal que llegó a mi unidad operativa. Fue el primero en la Brigada de Policía Judicial de Valencia que funcionaba con un sistema operativo basado en disco. Más tarde realicé un curso de administración de sistemas UNIX, para poder atender el servidor cuando los especialistas no estaban disponibles. Jefe operativo y técnico de emergencia a la vez. Aún tengo grabado el comando "kill -2".

No soy ingeniero ni físico. No tengo formación académica en ciencias de la computación ni en neurobiología. Pero llevo casi medio siglo observando —y viviendo— la evolución tecnológica desde dentro de las instituciones públicas, y manteniendo una curiosidad constante por comprender lo que se mueve detrás de cada avance. Por eso este texto no pretende ser un tratado técnico ni una profecía futurista. Es una reflexión sobre un proceso que he presenciado de cerca, y sobre sus implicaciones humanas, éticas y sociales.

Las entradas son seis miradas sobre un mismo fenómeno: lo que ayer fue informática, hoy es inteligencia artificial y mañana será computación cuántica o neuroconectividad. Aborda la relación entre matemáticas y conciencia, los nuevos derechos vinculados al pensamiento, las máquinas que aprenden y las personas que deben proteger su mente. Todo con un único propósito: entender mejor lo que estamos construyendo, o lo que estamos permitiendo que otros construyan por nosotros.

El futuro no pertenece a los jóvenes, sino a quienes se atreven a mirarlo de frente.

LA BUROCRACIA




“El trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para su realización.”
— C. N. Parkinson, 1957


Una reflexión necesaria
A lo largo de los años, he visto cómo muchas instituciones —públicas y privadas— terminan atrapadas en un laberinto de trámites, formularios y procedimientos que ya nadie recuerda por qué existen. Ahora que tengo el tiempo y la distancia para observar con calma, quiero dejar  una de las reflexiones.

Cuando el sistema se convierte en obstáculo
Lo que alguna vez fue una herramienta para gestionar lo complejo, termina transformándose en una estructura que consume energía sin generar acción.

La ley de Parkinson lo explica con claridad:
Las organizaciones tienden a crecer aunque su carga de trabajo no aumente. Porque el sistema se alimenta de sí mismo. Cada nuevo funcionario necesita subordinados para justificar su puesto; y esos subordinados, a su vez, crean nuevos informes, departamentos y pasos.

El resultado es predecible: cuanta más estructura, menos acción.

El crecimiento que inmoviliza
He visto organizaciones enteras principalmente en Perú, donde se trabaja más en justificar que en resolver. Se crean cargos redundantes, se multiplican los pasos, y se celebran reuniones que solo sirven para llenar calendarios. Lo más peligroso es que este crecimiento no parece desordenado: se disfraza de método, de rigor, de control. Pero en realidad, oculta parálisis, lentitud y pérdida de rumbo.

Algunos ejemplos que lo ilustran
La historia nos ofrece muchos ejemplos de burocracias que terminaron asfixiando a las instituciones que las sostenían:

Imperio Bizantino: En su etapa final, dedicaba más recursos al mantenimiento del aparato administrativo que a la defensa del imperio.

Unión Soviética: Una maraña de jerarquías y formularios gestionaba la escasez, sin resolverla.

Estados democráticos modernos: Niveles de validaciones y reportes que ralentizan decisiones básicas.

Empresas, universidades, hospitales: Donde el tiempo para innovar es devorado por informes, formatos y auditorías interminables.

Una máquina que olvida su propósito
Un cargo, un comité, una reunión… solo tienen sentido si resuelven algo real.
Cuando los medios se convierten en fines —y el trámite en objetivo—, se pierde el foco. Y ese desgaste rara vez es escandaloso: avanza lento, silencioso, como una humedad que va debilitando los cimientos.
Es, simplemente, preguntarse:
¿Qué tareas ya no hacen falta?
¿Qué decisiones se repiten innecesariamente?
¿Qué procesos podrían simplificarse con confianza y sentido común?
Y voluntad política para rendir cuentas no solo del gasto, sino del impacto real de cada estructura que se mantiene.
Y por eso, su poder es tan difícil de identificar… y tan fácil de normalizar.
Porque un sistema que gira sobre sí mismo puede parecer activo… pero no va a ningún lado.

La burocracia no es solo un conjunto de reglas: es una forma de organización que, cuando se desborda, pierde el sentido para el que fue creada.

Parkinson no atacaba a las instituciones por existir, sino por olvidar para qué existenLas normas están para prevenir abusos, no para entorpecer soluciones.

Limitar la burocracia no es destruirla Combatir la burocracia no es estar en contra del orden.Tampoco es una invitación a la improvisación.

Hacen falta instituciones decididas, capaces de cuestionar su propia arquitectura.

Lo burocrático no siempre es racional.

De hecho, muchas veces es una forma de irracionalidad cuidadosamente organizadaUna que aparenta eficiencia, pero que desvía la energía de la acción a la justificación.

La ley de Parkinson no inventa el problema, pero lo describe con precisión: revela una patología contemporánea, donde las organizaciones se expanden por inercia y el sistema acaba trabajando para sí mismo, no para quienes debería beneficiar. La burocracia no se impone con fuerza, sino con hábito.

Nombrarla, entenderla y limitar su alcance no es una cruzada ideológica ni una moda gerencial. Es una tarea urgente si queremos instituciones que realmente funcionen, resuelvan y transformen.


LA IRONIA



Inteligencia sin amargura


La ironía no es burla ni desinterés: es lucidez con una sonrisa.”


De los cuatro principios que han guiado mi forma de actuar —el pragmatismo, el caos, el estoicismo y la ironía—, este último ha sido el que me ha permitido mantener el equilibrio. La ironía es la que pone luz cuando el pensamiento se vuelve rígido, la que aligera cuando la vida se toma demasiado en serio.

El equilibrio entre razón y ligereza

La ironía es una expresión de inteligencia sin amargura. Nos protege de los extremos: del idealismo que ignora los hechos y del pragmatismo que solo mira resultados. También le da calidez al estoicismo, para que la serenidad no se convierta en frialdad.

Cuando el caos confunde, el humor aclara. Cuando los dogmas aprietan, el humor devuelve el aire. Con los años aprendí que no hace falta tomarse todo tan en serio para entender lo importante.

Mirar con humor, sin perder la lucidez

La ironía no es desinterés ni burla: es mirar con distancia, con humor y con claridad. Nos permite aceptar la complejidad del mundo sin sentirnos aplastados por ella. No destruye el sentido de las cosas; lo mantiene flexible.

Nos recuerda que ninguna certeza es eterna y que, a veces, lo más sabio es revisar lo que creíamos firme. No se trata de negar, sino de mantener la mente abierta.

El humor como forma de claridad

El humor, bien usado, no sirve para escapar de la realidad, sino para hacerla más llevadera. A veces, reír es la única forma de soportar el peso de lo que pasa. No es frivolidad, sino una manera de mirar con serenidad lo que no podemos cambiar.

Reír —incluso de uno mismo— es una forma de mantener la mente libre y despierta. Cuando la risa nace del entendimiento, no banaliza: aclara. Nos recuerda que todos nos equivocamos y que tomarse demasiado en serio solo complica las cosas.

Ironía como defensa y madurez

Ese espíritu irónico actúa como un escudo contra la solemnidad y la rigidez emocional. Desactiva el poder de las ideologías y del propio ego. Nos baja del pedestal, pero sin quitarnos la dignidad.

He aprendido que la ironía, cuando nace del entendimiento, es una forma de lucidez madura. No niega la gravedad del mundo, pero evita el dramatismo innecesario. Permite pensar con claridad sin caer ni en el cinismo ni en la ingenuidad.

La libertad de reír

Practicar la ironía no es reírse de todo, sino saber cuándo reír. Es mantener el asombro sin perder el juicio; tomar distancia sin volverse frío, para ver con más claridad.

“La ironía no destruye lo que toca: lo ilumina desde otro ángulo.”

Reflexión final

Con el tiempo he entendido que la ironía no es solo una actitud intelectual, sino una forma de libertad interior. Nos permite afrontar la vida sin dramatismo, con humor y con equilibrio.

Esa distancia ligera y lúcida no enfría: aclara. Y en esa claridad amable reside, quizás, la forma más humana de la inteligencia.

ESTOICISMO



El estoicismo: mantener la calma en medio del desorden

A veces, mantener la calma es más poderoso que reaccionar con fuerza.”

De los cuatro principios que más han marcado mi manera de actuar —el pragmatismo, la teoría del caos, el estoicismo y la ironía— este ha sido quizás el que más me ha ayudado en los momentos difíciles. En mi vida profesional y personal, el estoicismo me enseñó que no siempre se puede controlar lo que ocurre, pero sí cómo se responde.

En situaciones de incertidumbre, a menudo es más útil mantener la calma que actuar con impulso. La serenidad puede funcionar como una forma discreta de resistencia y ayudar a conservar la estabilidad cuando todo a nuestro alrededor se tambalea.

El estoicismo ofrece precisamente eso: un equilibrio interior que no depende de las circunstancias, sino de la claridad y el autocontrol. No busca evitar el caos, sino aprender a sostenerse dentro de él. Mantener la calma no es indiferencia, sino la inteligencia de responder sin dejarse arrastrar por la emoción.

Fortaleza interior: el verdadero control

El bienestar no depende de lo que tenemos, sino de cómo enfrentamos lo que nos toca vivir. La salud, el dinero o el reconocimiento pueden hacer la vida más cómoda, pero no garantizan la paz interior. Lo que realmente sostiene es el carácter, y ese se construye con práctica diaria, no con suerte.

Los estoicos hablaban de cuatro pilares básicos:

  • Claridad, para ver las cosas como son y no como queremos que sean.
  • Justicia, para actuar con equilibrio y respeto.
  • Valentía, para mantenerse firme ante la dificultad.
  • Autodominio, para no dejar que las emociones decidan por nosotros.

La estabilidad no viene de controlar lo que pasa afuera, sino de cómo interpretamos lo que pasa. La serenidad no significa que nada cambie, sino no perder el juicio cuando todo cambia.

Lo que depende de nosotros

Una de las ideas más útiles del estoicismo es muy simple: hay cosas que dependen de nosotros y cosas que no. Aprender a distinguirlas cambia por completo la manera de vivir.

Cada vez que algo me inquieta, me pregunto: ¿esto depende de mí o no? Si la respuesta es no, lo dejo. Si sí, actúo.

El estoico no gasta energía en pelear con lo que no puede cambiar. Acepta lo inevitable y se concentra en lo posible. No es resignación: es claridad práctica. Esa actitud da una libertad que no depende de las circunstancias, sino de la coherencia con uno mismo.

Ni la suerte ni la pérdida lo desvían, porque su equilibrio no lo pone en manos del mundo. La adversidad, para el estoico, no es un castigo, sino una ocasión para fortalecerse. No intenta evitar el dolor, sino decidir cómo enfrentarlo.

Ahí está su poder: en ajustar lo que desea a lo que la realidad permite, en actuar sin resentimiento y mantener la proporción entre lo que quiere y lo que puede. La serenidad, entonces, no es pasividad. Es fuerza tranquila: la capacidad de sostenerse sin huir, de mantener el juicio cuando todo se mueve alrededor.

Silencio, atención y equilibrio

Vivimos rodeados de ruido, apurados por la urgencia y saturados de estímulos. En medio de todo eso, el estoicismo sigue siendo un buen antídoto.

Practicarlo es aprender a bajar el volumen del mundo para escuchar mejor lo que pasa dentro. El silencio no es huida, es una forma de mirar con calma. La atención no es pasividad, es estar realmente presente.

Y el desapego no significa frialdad, sino tomar distancia para decidir con claridad, sin dejar que las emociones momentáneas tomen el mando.

“Mirar hacia dentro, actuar sobre lo que depende de uno y aceptar sin dramatismo lo que no se puede cambiar: esa es la esencia del estoicismo.”

Reflexión final

Conservar el juicio cuando todo se agita y mantener la calma sin aislarse del mundo: eso es, al final, una forma de libertad interior.

El estoicismo no enseña a controlar el mundo, sino a dominar la forma en que lo enfrentamos.

EL CAOS.COMPRENDER LA INESTABILIDAD



“La vida no sigue un guion predecible. Aprender a moverse dentro del cambio es la única forma de mantener el rumbo.”

Después del pragmatismo, me di cuenta de que la vida no es tan fácil de planificar.

Pequeñas causas, grandes efectos

La teoría del caos nació en la ciencia, pero describe también nuestra experiencia diaria: pequeñas variaciones pueden producir grandes efectos. Una conversación, una decisión menor o un encuentro casual pueden cambiar por completo el rumbo de una vida. A veces, un ascenso que parecía prometedor termina frustrando una excelente carrera profesional, o una promesa brillante se desvía por un giro inesperado. Lo que parece azar en el momento, con el tiempo puede revelar su propio sentido.

Solo al mirar atrás se ve cómo los hechos se conectan, cómo lo accidental se transforma en trayectoria.

El efecto mariposa

En 1963, el meteorólogo Edward Lorenz descubrió que los sistemas complejos son extremadamente sensibles a las condiciones iniciales: una mínima diferencia puede alterar por completo el resultado final. Lo llamó efecto mariposa.

Esa idea cambió nuestra forma de entender el mundo. No es caótico por falta de leyes, sino porque sus leyes son tan complejas que escapan a cualquier cálculo.

Orden sin control

El universo —y con él, la vida humana— no son totalmente predecibles. Hay orden, pero no control. Comprender el caos no significa rendirse al desorden, sino aceptar que la incertidumbre forma parte del juego.

Vivir exige decidir sin conocer todas las variables. Cada acción puede tener consecuencias que no imaginamos. Por eso, más que buscar certezas, conviene aprender a moverse dentro de la inestabilidad.

Flexibilidad: la verdadera fortaleza

He comprobado que la rigidez es una mala estrategia ante lo inesperado. La flexibilidad —esa capacidad de adaptarse, improvisar y ajustar— es lo que permite seguir adelante cuando el terreno cambia.

Las personas y los sistemas que sobreviven no son los más fuertes, sino los que mejor se adaptan. Aceptar el caos no es rendirse: es una forma de serenidad. Significa reconocer que no todo puede preverse, pero casi todo puede aprenderse.

El caos, visto con calma, deja de ser amenaza y se convierte en maestro. Nos enseña que la estabilidad no nace del control total, sino de saber moverse dentro del cambio.

El desorden también tiene lógica

Con el tiempo, uno descubre que incluso el desorden tiene su propia coherencia. Lo que parece ruptura, muchas veces es parte del proceso. El caos no es el enemigo del orden: es su condición de posibilidad. Sin movimiento, no hay evolución.

“Aceptar el caos no es rendirse al desorden, sino entender que la vida también se construye desde lo imprevisible.”

Reflexión final

Aceptar el caos transforma la forma de vivir. Nos libera de la ilusión del control y nos enseña a avanzar con soltura dentro de la incertidumbre.

La serenidad no consiste en dominar el mundo, sino en aprender a moverse con él.